Algunas observaciones sobre la narrativa de «Naruto» de Masashi Kishimoto
¿Cuáles son los límites de la ficción animada dentro nuestra realidad? ¿Qué sucede cuando esta se entrampa, de una u otra forma, en la vida real de las personas? Se diría que el público, un tanto despistado, es incapaz de responder estas preguntas. Sin embargo, las responde. Y no con palabras, sino más bien con hechos. Un ejemplo. A principios de junio de 2016, en Florida, Estados Unidos, nació el primer niño en todo Occidente a quien se bautizó con el nombre de Naruto. Sus padres, Devon Scott Murphy y Deedra Lee Newsome, decidieron llamarlo así en honor a uno de sus personajes favoritos del anime Naruto de Masashi Kishimoto. Cuando algunos periodistas cuestionaron la enorme carga simbólica que este nombre tendría en la vida del niño, el padre dijo: “Siento que el nombre de Naruto es muy poderoso. No creo que la gente lo odie (…) Además, Naruto fue el único anime que mi hermano y yo vimos antes de que este falleciera”. Como una acción inmediata a la avalancha de críticas, la madre creó el fanpage de Naruto Scott Murphy[1] y no faltó mensajes del fandom en los que le desearon suerte en la vida, en sus exámenes Chūnin[2] y en su eventual batalla contra el grupo criminal Akatsuki[3].
Al conocer casos como este, podríamos decir que como el Quijote montado sobre Rocinante o como Son Goku en su singladura por las esferas del dragón, Naruto, con el zorro maldito dentro de su cuerpo y con su sueño de convertirse en Hokage, se ha transformado en un personaje de la conciencia colectiva de Occidente que trasciende las fronteras de la propia ficción gracias a la narrativa mesiánica de su historia.
Sin ninguna duda, el manga de Masashi Kishimoto sigue siendo a la fecha un fenómeno rasante a la explosión Dragon Ball Z en cuestiones comerciales y de difusión mediática. Hasta su volumen 72, entregada en octubre de 2015, Naruto había vendido alrededor de 225 millones de copias impresas en todo el mundo, con más de 136 millones de copias en Japón y 85 millones en otros treinta y cinco países. En virtud de estas cifras, se ubicó en el tercer lugar de superventas de manga de todos los tiempos, justo detrás de la franquicia de Dragon Ball. Pero quizá lo más desbordante de su éxito sea que, como anime, llegó al capítulo número quinientos sin perder continuidad ni censura en las cadenas de televisión.
Impulsados por el éxito de la serie, el 2017 se lanzó su spin-off titulado Boruto: Naruto Next Generations, en la que se narra las aventuras del hijo de Naruto Uzumaki y Hinata Hyūga, así como el de sus amigos, quienes conforman la nueva generación de shinobis de la Aldea Oculta de la Hoja. Esta secuela, para asombro de muchos críticos, ha tenido el mismo nivel de sintonía y aceptación que su precedente, aunque su altura argumentativa ciertamente deja mucho que desear.
Ahora bien, conociendo todo este panorama habría que preguntarse lo siguiente: ¿Naruto es una ficción de esencia comercial? La respuesta es sí. Pero aunque el manga haya sido creado exclusivamente como un producto de consumo masivo (Kishimoto asegura que siempre buscó emular el carácter comercial de Dragon Ball), tiene un valor estético y una preocupación formal por su narrativa que la diferencia, con mucha notoriedad, de otras ficciones del mismo género.
La insistencia de la forma
Naruto aborda la historia de un niño con un demonio sellado en su interior (el Zorro de Nueve Colas, Kyūbi en su acepción japonesa) que desea convertirse en Hokage[1] para demostrar a todos su verdadero poder y ser reconocido como alguien importante en la aldea. En el transcurso de su camino como ninja, Naruto va descubriendo la importancia del valor y la amistad en un mundo viciado por el odio sistemático que al final llega a su auge en la Gran Guerra Ninja.
Este relato aparentemente simple va tejiendo poco a poco una trama compleja y mística que revela en toda su magnitud algunos fundamentos de la condición humana. Cuestiones como la venganza, el idealismo, el amor, el odio, la degradación o la superación moral son desarrolladas con bastante pericia gracias a la exploración psicológica que realiza Kishimoto con cada uno de sus personajes. Lo interesante es que a través de ese rastreo espiritual se puede apreciar algo mucho más profundo que un mero adorno narrativo: la preocupación del autor por entender las motivaciones de las criaturas que pueblan su ficción.
Si pensamos en otros animes comerciales como Dragon Ball Z, Bleach o Saint Seiya, caeremos en la cuenta de que sus autores privilegian más la acción desmesurada antes que el proceso anímico y emocional de los personajes para llevar a cabo sus ideales combativos. A Son Goku, por ejemplo, solo le importa pelear porque es un saiyajin de raza guerrera. Defender a sus seres queridos o al mundo es una excusa para seguir luchando contra los seres más poderosos del Universo. Ichigo Kurosaki, de Bleach, se vuelve un Cazador de Almas por accidente y, tras algunas aventuras de menor grado, emprende un camino que lo lleva a conocer su verdadera fortaleza espiritual. En Saint Seiya, Los Caballeros de Bronce solo tienen una meta: proteger a Atena y al mundo de las canalladas de dioses o demonios. Su fuerza solo depende de su terquedad frente a la batalla y del influjo del “Bien” y la “Justicia”.
Como se puede apreciar, en cada una de estas historias la “obsesión” o “meta” de los personajes parte de una cuestión puramente ornamental que solo sirve para enganchar al espectador con la puesta en escena de la acción. A los creadores de estos relatos no les interesa mucho el carácter psicológico de sus héroes, sino más bien la carnicería demencial que estos realizarán con sus rectilíneos modos de ser.
Mario Vargas Llosa dijo alguna vez, en referencia a las narraciones de caballerías anteriores a Tirant lo Blanc, que “capaz de empresas descomunales, el héroe caballeresco carece de dimensión interior y su psicología suele ser tan compleja como la de su caballo”. Sucede lo mismo con la mayoría de animes comerciales. De hecho, podríamos parafrasear a Vargas Llosa del siguiente modo: “capaz de empresas descomunales, el héroe de anime comercial carece de dimensión interior y su psicología suele ser tan compleja como la de sus puñetazos”. Es cierto que un maniqueísmo convencional exige la acción pura en los animes comerciales, y por ello muchos de estos sucumben a una fórmula repetitiva que se centra en las batallas y anula casi por completo las intimidades de sus personajes. Sin embargo, en algunas ficciones superventa este esquematismo se atenúa y dosifica, creando así una historia entretenida por su acción, pero también sublimada por su preocupación estética. Naruto de Masashi Kishimoto pertenece –quizá sin proponérselo– a esta última categoría.
¿Pero por qué? Pues porque se advierte en el relato un afán de profundización en varios de sus personajes. Basta pensar en Rock Lee (ninja sin talento para los jutsus, pero que se esfuerza físicamente para ser reconocido con un shinobi de la lucha cuerpo a cuerpo), Neji Hyūga (pequeño genio del clan Hyūga, quien desarrolla una personalidad fatalista desde la muerte de su padre y cree que el destino es algo decidido desde el nacimiento y que las personas, por más que se esfuercen, no lo pueden cambiar), Sasuke Uchiha (obsesionado con vengar el genocidio de su clan, asesinando a su hermano mayor), Kakashi Hatake (ninja de élite que tras la muerte de su padre, se radicaliza en el cumplimiento de las reglas shinobi) o Gaara (ninja de La Arena que, como Naruto, lleva un demonio en su interior y es odiado por su aldea) para justificar con ejemplos incididos esa afirmación.
Desde luego, todo esto nace de la voluntad palmaria de Kishimoto por descubrir el origen y las motivaciones de sus personajes, intentando alcanzar así mayor redondez y humanismo en ellos. Para suerte del anime, esta averiguación de la intimidad no es forzada. Las personalidades de cada personaje se van dibujando de manera objetiva y gradual, variando en muchos casos (como el de Gaara o Neji Hyūga, por ejemplo) tras sus experiencias y descubrimientos personales. Solo de esta forma, el espectador llega a creer realmente en ellos y a emocionarse con sus logros o desventuras, algo imposible de lograr con los personajes de Dragon Ball Z, Bleach o Saint Seiya.
Por otro lado, toda esta exploración a las cavernas internas es guiada y sostenida por una compleja estructura. Aunque el relato es contando de forma lineal, existe una cantidad incontable de flashbacks y subtramas que enriquecen el presente continuo de la historia. También hay escenarios y tiempos superpuestos que se van relacionando entre sí a través de vasos comunicantes y cajas chinas que se relevan e imbrican para edificar un todo narrativo. Quizá lo más logrado de la estructura sean los gaiden[2] que aparecen a partir de Naruto Shippuden. Para ejemplo se puede mencionar dos de ellos: Kakashi Gaiden y La historia de un ninja absolutamente audaz (las crónicas de Jiraya), pequeñas joyas que dan luz a los claroscuros del relato principal. Con esta configuración, Naruto se vuelve un interesante relato de muchísimas puertas por las cuales se puede ingresar a su prodigiosa intimidad.
Mesianismo y voz profética
La Biblia, como el Corán, ha coqueteado desde siempre con la idea soteriológica de la intervención futura de un “Salvador” a favor de un pueblo escogido. El origen de esta creencia en Occidente se remonta a los textos del Viejo Testamento (II Samuel e Isaías), donde el mesianismo, o la llegada de un mashiah[1] al mundo, manifiesta la esperanza de una felicidad completa en el hombre y la unificación de los pueblos dentro de una sociedad apocalíptica. Este recurso profético es utilizado a menudo en las ficciones escritas y audiovisuales a modo de clave central para mover todo un corpus narrativo y legitimar una trama con visajes bíblicos. Del mismo modo, es empleado en canteras políticas o filosóficas como, por ejemplo, el mesianismo comunista nacido de los ideales de Karl Marx. Si bien la creencia de la llegada de un “mesías” al mundo puede ser abordado desde diferentes ángulos, esta jamás se desplaza de su esencia principal: la reforma de un Estado utópico dirigido por un Héroe o Salvador.
El mesianismo también ha sido materia prima de los mangas durante la última mitad del siglo XX. Akira o Neon Genesis Evangelion, sin ir más lejos, abordan estas cuestiones en sus tramas, siendo muchas veces explícitos en sus referencias bíblicas o judeocristianas. Sobre todo lo vemos en Neon Genesis Evangelion, la cual a partir de sus incontables alusiones a la tradición bíblica crea en el presente una nueva mitología religiosa.
En este contexto, podríamos decir que la mayoría de héroes de mangas japoneses son creados bajo un precepto mesiánico: salvar al mundo de la maldad y establecer un nuevo sistema político. Pensemos por ejemplo en los “mesías” de Dragon Ball Z, Death Note, Saint Seiya o Bleach. Todos ellos, consciente o inconscientemente, siguen la misma fórmula bíblica. Naruto, por su lado, también lo hace, pero a diferencia de los otros, crea su propio misticismo y regula ese lugar común a través de pequeñas trampas narrativas.
A medida que avanza la historia de Naruto, Kishimoto va articulando, poco a poco, el universo místico de su ficción. Nos presenta con mucha sutileza a las figuras fundacionales de la aldea (los cuatro hokages), nos cuenta sus leyendas (el poder del Sabio de los Seis Caminos, la oscuridad de Madara Uchiha, el peligro de Las Bestias con Cola), nos informa de la creación de los clanes y de los países vecinos, nos revela los contratos que tienen los ninjas con seres de otras dimensiones (Naruto y su contrato de sangre con los sapos del Monte Myoboku o Tsunade y su relación con la babosa Katsuyu del Bosque Shikkōtsu), nos narra la historias de las Guerras Ninja y la maldición de los Uchiha, nos muestra la solemnidad y el peso simbólico que tiene un cargo como el de Hokage, etcétera. Todos estos datos narrativos le dan relieve al desarrollo místico del relato. Cada una de las historias que cuentan los shinobis veteranos proyecta sobre el anime un pasado legendario que recorre desde sus orígenes míticos hasta su presente evocativo, el cual termina de plasmarse como una gran fantasmagoría en la mente del espectador. De modo que ni uno solo de los gaiden o flashback llegan a ser gratuitos, pues estos, a pesar de crear tiempos muertos en la acción, sirven precisamente para extender el misticismo de la serie, para complejizarla y llenarla de matices, pero sobre todo, para preparar el terreno que necesita el recurso mesiánico dentro de una ficción.
Así, la idea de un Salvador (de Naruto como el niño maldito que finalmente bendice a su aldea) no disuena ni se vuelve un cliché como en el caso de Dragon Ball Z o Bleach. Todo lo contrario, ahí se justifica y se la exige. Y no en un solo plano, sino en muchos. De hecho, Naruto apuesta a la posibilidad de tener en su trama a más de un mesías. Lo vemos en el caso de Nagato, a quien Jiraiya considera el Niño de la Profecía que cambiará para siempre el mundo ninja. O lo vemos también en Madara, quien se califica a sí mismo como el Salvador de todas las épocas shinobi. Obito, el amigo de Kakashi, llega a creerse el elegido que detendrá el odio y la miseria de la gente a través de su genjutsu[2]. De igual forma Sasuke Uchiha, Minato Namikaze o la misma Kaguya son presentados en la serie como posibles mesías. A decir verdad, todos ellos tienen la oportunidad de serlo en algún momento, pero de pronto algo quiebra o cambia sus destinos mesiánicos, y esa responsabilidad recae sobre un nuevo ninja.
El último de todos estos elegidos, como ya se presupone, será el torpe y fracasado Naruto Uzumaki.
Un laberinto de espejos
Parece ser que uno de los recursos favoritos que Masashi Kishimoto utiliza dentro de su narrativa es la repetición de la forma. Aunque esta sea funcional o pase desapercibida en varias ocasiones, por momentos llega a saturarse. Quizá el ejemplo más claro se vea en los subtramas del anime, los cuales emulan o repiten la fórmula que sostiene la historia principal: el hallazgo de una amistad y la ruptura definitiva de la misma. En primera instancia vemos la relación de Naruto Uzumaki y Sasuke Uchiha. Pese a sus diferencias ideológicas y emocionales, ambos logran forjar una amistad. Naruto es el niño torpe, desaliñado e infantil a quien nadie en la aldea respeta. Sasuke, por otro lado, es el niño genio de un clan de élite, estéticamente más guapo que Naruto y con habilidades shinobis que captan la atención de los demás. Naruto tiene un sueño: ser reconocido pese a su incompetencia e idiotez. Sasuke tiene un ideal: vengarse de su hermano. Naruto es la luz. Sasuke, la oscuridad. Esta aparente incompatibilidad los arrastra primero a la rivalidad; luego, solidifica los vínculos de camaradería entre ellos. En su búsqueda de poder, Sasuke trata de romper esos vínculos y se vuelve un ninja renegado de la aldea. Entonces la amistad se fractura, las emociones se sublevan y el horror empieza a florecer.
Este esquematismo se repite como un interminable juego de espejos a medida que avanza la serie. Y los resultados siempre son iguales: la decepción, el resentimiento y el odio. Lo apreciamos así en la relación de Hashirama Senju y Madara Uchiha, donde ocurre, como en el reflejo de un espejo, exactamente lo mismo. También lo vemos en la relación de Orochimaru y Jiraiya; en la de Kakashi Hatake y Obito Uchiha; en la Hiruzen Sarutobi y Danzō Shimura, y en la de Indra y Ashura.
Sin embargo, esta excesiva repetición en la estructura no es gratuita. Al igual que en el esquematismo de la novela Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert (donde también se insiste en el mismo patrón narrativo[1]), se ve en Naruto cómo la persistencia de la fórmula se vuelve no una simple instancia de repetición, sino más bien un instrumento técnico que sirve para imbricar la historia con un concepto central. En el caso de Flaubert, por ejemplo, la parodia a la estupidez humana. En el caso de Kishimoto: los mecanismos de la amistad.
Y es que Naruto, como otros shōnen japoneses, trata de vender un discurso moralista y candoroso. En su historia podemos hallar una apología directa a la amistad, o mejor aún, a la idea de que la amistad está por encima de todo. Es por esa razón que Naruto, a pesar de las adversidades, jamás deja de luchar por su amistad con Sasuke. Y aquella terquedad por el amor idealizado es la que finalmente lo convierte en el mesías absoluto de su aldea. De modo que el juego de espejos con la historia de otros personajes que abandonan su ideal, sirve como estupendo contraejemplo para sustentar la idea comercial de que el bien se encuentra única y exclusivamente en la verdadera amistad. Kishimoto no tuvo que pensarlo mucho. Construyó distintas generaciones de ninjas, todas ellas parecidas a la de Naruto, para otorgar a la ficción un tono mucho más épico y distintivo en su mesianismo: el poder de Naruto por encima del resto de las generaciones que pudieron ser, pero que al final no fueron.
¿Autoayuda para dummies?
Pero también hay otro discurso que cruza la serie y se mantiene a lo largo de todos sus capítulos y temporadas: el discurso de que el esfuerzo personal muchas veces se impone al genio natural. Este mensaje –pontificador en todo momento– no es subliminal, es más bien explícito. Los ejemplos o comparaciones son constantes: la lucha eterna entre el genio y el sujeto sin talento que, con esfuerzo y disciplina, llega a redimirse y superar a su rival. De hecho, los mejores personajes de la serie están construidos bajo esa premisa. Naruto, Rock Lee y Maito Gai (los individuos torpes y privados de talento para las peleas) en contraposición a sus eternos rivales Sasuke Uchiha, Neji Hyūga y Kakashi Hatake (legítimos herederos de la genialidad ninja transmitida a través del kekkei genkai o por simple atavismo). Naturalmente, al final los fracasados se convierten en genios del combate y, con discursos en voz alta, enrostran al espectador que la única forma de ser alguien mejor, es no rendirse nunca y luchar con mucha terquedad por esos sueños que parecen imposibles de alcanzar.
En esa línea, podría decirse que algunos de los personajes de Naruto encarnan la poética vargasllosiana –nacida del ejemplo de Gustave Flaubert– que sostiene que el hombre sin talento puede insistir y exigirse de una manera sobrehumana para alcanzar la imposible perfección y construir su propio genio. Así salta a la vista que tanto para Kishimoto como para Vargas Llosa, el genio no nace, se hace.
Es bien sabido que los dogmatismos o aleccionamientos suelen ser peligrosos dentro de una ficción. Sin embargo, en Naruto esta regla parece convertirse en la excepción. A pesar de que la serie pontifique su verdad continuamente, esta no hace ruido ni desbarata la historia. Todo lo contrario, la enriquece. Y sucede así porque su discurso está bien dosificado. En principio, la fuerza de la trama minimiza su evidente imposición. Después, las escenas en las que se aplica, engarzan perfectamente con la idea que la serie trata de vender. Para eso basta recordar como ejemplo el episodio donde Naruto enfrenta a Neji Hyūga en los Exámenes Chūnin. A parte de la lucha con puñetes y técnicas shinobi, hay también como trasfondo una lucha de discursos. Naruto, por su lado, sosteniendo que el esfuerzo puede cambiar los destinos. Y, Neji, obstinado con la idea de que el genio nace predestinado para serlo. Caso bastante parecido es el episodio donde Maito Gai confronta a Madara Uchiha. A modo de flashback se muestra la nulidad de Gai como ninja. Sin embargo, también se evidencia que solo gracias al apoyo de su padre y a su entrenamiento sobrehumano, este logra transformase en un guerrero de élite que finalmente se enfrenta cara a cara con el más grande de los ninjas. Incluso, su enemigo llega a bautizarlo como “El hombre más fuerte de todos”.
De este modo, los discursos de superación llegan sin torpezas ni deficiencias que la delaten, pues jamás hacen sentir al espectador como víctima de una imposición moral. Lo único que sí se logra sentir a lo largo de Naruto y a través de su narrativa es cariño, enternecimiento y emoción por cada uno de los personajes que solidifican la trama del anime. Y esto porque a través de sus capítulos o gaiden o spin-off presenciamos ese pequeño milagro de transformación artística mediante el cual, sin ningún engaño, una caricatura animada se convierte en la imagen viva del hombre, es decir, en el trasunto de todos los hombres que la ven.
NOTAS
[1] Mashiah (hebreo): significa literalmente “ungido”. Pero también se le puede dar la interpretación de “salvador”, “escogido”, “único”.
[2] Genjutsu: literalmente “técnica ilusoria”. Son técnicas que se emplean para manipular el flujo de energía en el cerebro de la víctima, provocándole una interrupción de los sentidos. Al igual que otras técnicas, se necesita de chakra y sellos de mano para usarla.
[1] Hokage, latinizado como “Sombra de Fuego: es el líder supremo de Konohagakure, por lo general, el shinobi más fuerte de la aldea.
[2] Un gaiden significa literalmente en japonés “historia alterna”. Es un término popular en el universo del manga/anime que describe una historia paralela dentro de otra historia. Al final, ambas termina imbricándose.
[1] Se lo puede encontrar como: NoChill Baby Naruto o en sus otras redes sociales como @NoChillNaruto
[2] Del anime Naruto: se refiere a una serie de exámenes o pruebas de selección que los ninjas de una aldea tienen que pasar para dejar de ser un genin y alcanzar el grado de chūnin. Naruto y su equipo realizan este examen y descubren algunos secretos que marcarán sus caminos como shinobis.
[3] Agrupación criminal del anime/manga Naruto Shippuden.
1 Comment
Al fin alguien redacta un artículo decente de la profundidad narrativa de Naruto, es un anime que logra empatizar con cualquiera, yo debo reconocer que lloré al ver el arco de la vida anterior de Gai Sensei.