De la estética de la animación japonesa
Para el historiador del arte Alois Riegl (Linz, 1858- Viena, 1905), en su célebre libro La industria artística tardorromana en Austria (1901), las obras artísticas se acercan a nuestra percepción de dos maneras. La primera es a través del tacto; la segunda, por medio de la vista. A estas formas las llama háptica y óptica respectivamente.
La representación háptica es abstracta, porque se basa en el presupuesto de mostrar las cosas “como deben ser” y no “como son”. Las culturas y artistas que comulgan con estas ideas tienen un apego por la línea (il disegno como lo llamaban los teóricos italianos del Renacimiento), por separar la figura del fondo con claridad y por hacer que la mayor cantidad de partes del objeto representado sean susceptibles de ser vistas, aunque para ello haya que destruir las leyes de la visión natural. Esto produce un efecto de planitud y una gran pasión por el detalle, como si los objetos estuvieran frente al espectador más para ser tocados que para ser vistos. Dicho estilo puede ser observado en el arte del Antiguo Egipto, en el arcaico griego, en el Primer renacimiento (p. e. Andrea Mantegna), en la vanguardia abstracta (p. e. Piet Mondrian) y en la estilizada pintura japonesa (p. e. Katsushika Hokusai).
La representación óptica, por otro lado, apela a la “apariencia” más que a la “esencia” de los objeto, aunque ello implique dejar algunas partes del mismo ocultas o poco definidas. Es el arte del Helenismo, del Barroco (p. e. Diego Velázquez), del Impresionismo (p. e. Claude Monet) y de la vanguardia expresionista (p. e. Edvard Munch). Se caracteriza por la primacía del color -lo pictórico- sobre la línea -el dibujo- y por la imposibilidad de distinguir con exactitud el límite entre figura y fondo. Sin embargo, esto último no produce un efecto de planitud, sino lo contrario, una sensación de gran profundidad superior al otorgado por la perspectiva matemática. Muchas de estas obras exigen cierta distancia para ser contempladas con propiedad.
A partir de este esquemático resumen de las ideas del crítico austrohúngaro, podemos deducir cuál es la opción estética por la que se decanta la mayoría de la animación japonesa. Desde el manga hasta el ánime, la apuesta del arte gráfico nipón es por lo háptico, es decir, lo táctil, lo esquemático, lo abstracto. Se trata de la imposición de una convención mimética que poco tienen que ver con la forma en la que observamos los objetos en la cotidianidad (la otra, el estilo óptico, tampoco deja de ser artificial). Dicha convención parte del imperativo que defiende que las cosas deben ser lo más inmutables posibles, que el espacio es un lugar previo a la existencia de los objetos, y que estos lo ocupan formando un conjunto perfectamente cerrado. En el fondo, se trata de un arte profundamente optimista, en el que lo bello (lo armonioso, lo equilibrado), como valor estético, es preferible a lo sublime (lo desbordado, lo inestable); pero también conservador, en el sentido en el que nos propone una visión del mundo como totalidad y no como infinito.
Un arte de mausoleo que nos fascina y nos cautiva de la misma manera en que lo hacen esas viejas pinturas que adornan los pasajes secretos de las pirámides.